Dejados atrás los escasos árboles curativos que cita Cervantes, las huellas del lento caminar del flaco y desgastado Rocinante de ligero equipaje y del robusto jumento con su pesada carga nos llevan ahora con aquellos árboles que se emplearon en la novela con un uso simbólico y cultural.
El laurel (Laurus nobilis L.) podría ser uno de los primeros utilizados con esa intención. De este pequeño árbol, es conocido, además de condimentar caldos y guisos en numerosas culturas, por su consagración a Apolo. El tocado de laurel es citado en varias ocasiones por Cervantes, aunque a veces emplea el bello término “laureado”, que viene a significar lo mismo. Las ramas de esta planta, y en especial, las coronas realizadas con ellas siempre han representado la victoria, motivo este por el que era el más alto galardón que se podía dar en la antigüedad. Tal es así que el infeliz de Sancho Panza, asustado como estaba tras darse de bruces en una profunda sima con su leal burro, narraba a su buen jumento sus desdichas y mala fortuna, mientras este le escuchaba sin responderle palabra alguna, llegándole a prometer la envidiada corona laureada:
“Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos; que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados.”
Don Quijote de la Mancha insiste en otro lugar de la historia sobre la importancia de ser blasonado con laurel, incorporando además una creencia muy común, la de ser planta que protege de los rayos:
“...y aun los coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas ven honradas y adornadas sus sienes.”
Extraña creencia aquella que parece gestarse en la antigua Roma, llegando ridículamente a protegerse algunos césares con coronas del propio laurel cuando había indicios de tormenta. Ignacio Abella señala en La magia de las plantas (2003), como estas leyendas todavía podrían estar en vigencia en la actualidad entre los habitantes de algunos pueblos de Europa, donde las mujeres se pondrían laurel en sus pelambreras y los hombres debajo de sus rústicas boinas.
Es también la palmera (Phoenix dactylifera L.) un emblema clásico de victoria y triunfo y, al igual que la especie anterior, dedicada al dios Apolo. Es este el motivo por el que Don Quijote, no sin cierta sorna, otorga laureles y palmas a las bellas mujeres:
“La mujer hermosa y honrada cuyo marido es pobre merece ser coronada con laureles y palmas de vencimiento triunfo.”
La palmera parece haber entrado en la Península Ibérica con los pueblos árabes durante su establecimiento por estas tierras, si bien hay quien dice que podrían haberla tan sólo potenciado, pues algunos análisis polínicos demostrarían su carácter autóctono. De lo que nadie duda es de su impronta en el paisaje andaluz; y así, lo considera Miguel de Cervantes, que la recuerda de uno u otro modo hasta trece veces, que aunque sea cifra de mal agüero nada debe temer. Pero es también la palmera símbolo de fecundidad, tal vez por su gran generosidad a la hora de ofrecer sus dulces dátiles. Frutos, que de igual manera son aludidos en esta obra, ya sea para recordar este energético alimento, ya como bello adjetivo, “datilado”, que como dice el Diccionario de la Real Academia sería aquel: “De color del dátil maduro”, vocablo tristemente hoy en desuso.
Ya cercanos al ocaso de la obra, nos topamos con otra de las grandísimas farsas que preparan los más que desalmados Duque y Duquesa gestando con malicia una nueva treta donde el embuste y el engaño se simulan con el único fin de carcajearse del pobre Don Quijote de la Mancha, conocido por aquellas páginas como Caballero de los Leones, y de su buen Sancho Panza. Y así, topose el caballero andante con la hermosa Altisidora, que con gran destreza simulaba su fallecimiento. Cervantes describe esa escena con su habitual maestría:
“Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con una guirnalda de diversas y odoríferas flores tejida, las manos cruzadas sobre el pecho, y entre ellas, un ramo de amarilla y vencedora palma.”
Destacamos la presencia de nuevo de la palma, en esta ocasión la cita nos recuerda un común uso todavía vigente en el Sur de la Península Ibérica. Es, en especial, en la localidad de Elche, donde se “encapuchan” las palmeras cual sicarios gigantes para conseguir unas palmas de coloración blanco-amarillenta que se trenzarán, previo al Domingo de Ramos, con la sabiduría de las tradiciones.
Otra cita, no menos interesante, es aquella en la que los cabreros comentan a Don Quijote y Sancho el empleo del tejo y el ciprés en el entierro del pastor Grisóstomo, muerto, según aseguraban algunos, de mal de amores:
“...por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos, y coronados con guirnaldas, que a lo que después pareció eran cuál de tejo y cuál de ciprés.”
En Principios de botánica funeraria (1885) su autor, Don Celestino Ballarat y Falguera, nos justifica el sempiterno carácter funerario de estas dos especies. De la primera, el ciprés (Cupressus sempervirens L.), asegura:
“...su eje imprime en el ánimo las ideas de severidad y de reposo... Merced a estas ha sido siempre el árbol típico de los sepulcros... “
Parece que los conocidos vínculos de este árbol con la muerte provienen de la Grecia clásica y ésta, a su vez, pudo tomarlo de otros pueblos más antiguos. Tal vez, su lúgubre aspecto ayudó a que con el paso de los tiempos las creencias que relacionaron al ciprés con los camposantos se mantuvieran intactas, trasladando al cristianismo esta misma costumbre como símbolo de la muerte; de ahí que los cipreses todavía hoy sean famosos guardines de los cementerios.
De la otra especie, el tejo (Taxus baccata L.), pudo con su familiar toxicidad asociarse con los decesos y sus definitivos hogares. Recordemos que sus principios activos fueron empleados por los pueblos celtas como letales ponzoñas en cruentas batallas, siendo además útil en la fabricación de arcos. Este árbol fue plantado junto a iglesias y necrópolis, quizá como recuerdo de antiguos cultos paganos, de nuevo Don Celestino nos recuerda al respecto:
“... el mundo griego lo empleó también como árbol fúnebre.”
Una toxicidad que el Doctor Laguna no cree eterna:
“Hincando un clavo de cobre en el tronco del tejo (si en esto no miente Plinio), le quita toda aquella maldad.”
Aunque más bien parece que, tal vez de forma inconsciente, si calumnia Plinio sobre esta cuestión...
Por último, nos queda tan sólo recordar dos frutos: la granada y la guinda, dentro de aquellos árboles con cierto simbolismo en la obra de Cervantes, pues por eludir reiteraciones trataremos al peral cuando hablemos de las que se emplearon para la alimentación humana.
Así, el granado (Punica granatum L.), y en especial su fruto: la granada, ha sido una especie que siempre ha presentado unas interesantes connotaciones simbologías a lo largo de la historia. En especial se ha relacionado la granada con la fecundidad, tal vez por la gran cantidad de semillas que ofrecen sus frutos. Su cantidad y pequeño tamaño servirán a Don Quijote para alabar la destreza de Sancho con los utensilios de mesa:
“Verdad es que cuando él tiene hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos; pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas y aun los granos de la granada.”
De esta planta existen durante los siglos X al XIII numerosas citas que mencionan unas interesantes aplicaciones prácticamente desconocidas pues no trascendieron hasta nuestros días. Tal es el caso de sus eficaces propiedades insecticidas, empleado para repeler insectos. Y es que poco se sabe de la presencia del alcaloide peletierina en sus raíces, de acción sobre el sistema nervioso similar al curare.
De los guindos (Prunus cerasus L.) proceden, como no podía ser de otra manera, las guindas, frutos similares a cerezas aunque con menos cantidad de azúcares y, por lo tanto, mucho más ácidas. Especie original del suroeste de Asia que sin embargo se ha naturalizado en diferentes localidades de la Península Ibérica. Tan sólo son citadas en una ocasión para expresar lo injusto que era el acto de azotar a Sancho, más aún siendo gobernador. Y así pide Sancho clemencia para evitar ser flagelado:
“...y habían de considerar estos lastimados señores que no solamente piden que se azote un escudero, sino un gobernador, como quien dice: «bebe con guindas.”
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Texto publicado en la revista "La cultura del árbol" 2.007
El laurel (Laurus nobilis L.) podría ser uno de los primeros utilizados con esa intención. De este pequeño árbol, es conocido, además de condimentar caldos y guisos en numerosas culturas, por su consagración a Apolo. El tocado de laurel es citado en varias ocasiones por Cervantes, aunque a veces emplea el bello término “laureado”, que viene a significar lo mismo. Las ramas de esta planta, y en especial, las coronas realizadas con ellas siempre han representado la victoria, motivo este por el que era el más alto galardón que se podía dar en la antigüedad. Tal es así que el infeliz de Sancho Panza, asustado como estaba tras darse de bruces en una profunda sima con su leal burro, narraba a su buen jumento sus desdichas y mala fortuna, mientras este le escuchaba sin responderle palabra alguna, llegándole a prometer la envidiada corona laureada:
“Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos; que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados.”
Don Quijote de la Mancha insiste en otro lugar de la historia sobre la importancia de ser blasonado con laurel, incorporando además una creencia muy común, la de ser planta que protege de los rayos:
“...y aun los coronan con las hojas del árbol a quien no ofende el rayo como en señal que no han de ser ofendidos de nadie los que con tales coronas ven honradas y adornadas sus sienes.”
Extraña creencia aquella que parece gestarse en la antigua Roma, llegando ridículamente a protegerse algunos césares con coronas del propio laurel cuando había indicios de tormenta. Ignacio Abella señala en La magia de las plantas (2003), como estas leyendas todavía podrían estar en vigencia en la actualidad entre los habitantes de algunos pueblos de Europa, donde las mujeres se pondrían laurel en sus pelambreras y los hombres debajo de sus rústicas boinas.
Es también la palmera (Phoenix dactylifera L.) un emblema clásico de victoria y triunfo y, al igual que la especie anterior, dedicada al dios Apolo. Es este el motivo por el que Don Quijote, no sin cierta sorna, otorga laureles y palmas a las bellas mujeres:
“La mujer hermosa y honrada cuyo marido es pobre merece ser coronada con laureles y palmas de vencimiento triunfo.”
La palmera parece haber entrado en la Península Ibérica con los pueblos árabes durante su establecimiento por estas tierras, si bien hay quien dice que podrían haberla tan sólo potenciado, pues algunos análisis polínicos demostrarían su carácter autóctono. De lo que nadie duda es de su impronta en el paisaje andaluz; y así, lo considera Miguel de Cervantes, que la recuerda de uno u otro modo hasta trece veces, que aunque sea cifra de mal agüero nada debe temer. Pero es también la palmera símbolo de fecundidad, tal vez por su gran generosidad a la hora de ofrecer sus dulces dátiles. Frutos, que de igual manera son aludidos en esta obra, ya sea para recordar este energético alimento, ya como bello adjetivo, “datilado”, que como dice el Diccionario de la Real Academia sería aquel: “De color del dátil maduro”, vocablo tristemente hoy en desuso.
Ya cercanos al ocaso de la obra, nos topamos con otra de las grandísimas farsas que preparan los más que desalmados Duque y Duquesa gestando con malicia una nueva treta donde el embuste y el engaño se simulan con el único fin de carcajearse del pobre Don Quijote de la Mancha, conocido por aquellas páginas como Caballero de los Leones, y de su buen Sancho Panza. Y así, topose el caballero andante con la hermosa Altisidora, que con gran destreza simulaba su fallecimiento. Cervantes describe esa escena con su habitual maestría:
“Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, coronada con una guirnalda de diversas y odoríferas flores tejida, las manos cruzadas sobre el pecho, y entre ellas, un ramo de amarilla y vencedora palma.”
Destacamos la presencia de nuevo de la palma, en esta ocasión la cita nos recuerda un común uso todavía vigente en el Sur de la Península Ibérica. Es, en especial, en la localidad de Elche, donde se “encapuchan” las palmeras cual sicarios gigantes para conseguir unas palmas de coloración blanco-amarillenta que se trenzarán, previo al Domingo de Ramos, con la sabiduría de las tradiciones.
Otra cita, no menos interesante, es aquella en la que los cabreros comentan a Don Quijote y Sancho el empleo del tejo y el ciprés en el entierro del pastor Grisóstomo, muerto, según aseguraban algunos, de mal de amores:
“...por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos, y coronados con guirnaldas, que a lo que después pareció eran cuál de tejo y cuál de ciprés.”
En Principios de botánica funeraria (1885) su autor, Don Celestino Ballarat y Falguera, nos justifica el sempiterno carácter funerario de estas dos especies. De la primera, el ciprés (Cupressus sempervirens L.), asegura:
“...su eje imprime en el ánimo las ideas de severidad y de reposo... Merced a estas ha sido siempre el árbol típico de los sepulcros... “
Parece que los conocidos vínculos de este árbol con la muerte provienen de la Grecia clásica y ésta, a su vez, pudo tomarlo de otros pueblos más antiguos. Tal vez, su lúgubre aspecto ayudó a que con el paso de los tiempos las creencias que relacionaron al ciprés con los camposantos se mantuvieran intactas, trasladando al cristianismo esta misma costumbre como símbolo de la muerte; de ahí que los cipreses todavía hoy sean famosos guardines de los cementerios.
De la otra especie, el tejo (Taxus baccata L.), pudo con su familiar toxicidad asociarse con los decesos y sus definitivos hogares. Recordemos que sus principios activos fueron empleados por los pueblos celtas como letales ponzoñas en cruentas batallas, siendo además útil en la fabricación de arcos. Este árbol fue plantado junto a iglesias y necrópolis, quizá como recuerdo de antiguos cultos paganos, de nuevo Don Celestino nos recuerda al respecto:
“... el mundo griego lo empleó también como árbol fúnebre.”
Una toxicidad que el Doctor Laguna no cree eterna:
“Hincando un clavo de cobre en el tronco del tejo (si en esto no miente Plinio), le quita toda aquella maldad.”
Aunque más bien parece que, tal vez de forma inconsciente, si calumnia Plinio sobre esta cuestión...
Por último, nos queda tan sólo recordar dos frutos: la granada y la guinda, dentro de aquellos árboles con cierto simbolismo en la obra de Cervantes, pues por eludir reiteraciones trataremos al peral cuando hablemos de las que se emplearon para la alimentación humana.
Así, el granado (Punica granatum L.), y en especial su fruto: la granada, ha sido una especie que siempre ha presentado unas interesantes connotaciones simbologías a lo largo de la historia. En especial se ha relacionado la granada con la fecundidad, tal vez por la gran cantidad de semillas que ofrecen sus frutos. Su cantidad y pequeño tamaño servirán a Don Quijote para alabar la destreza de Sancho con los utensilios de mesa:
“Verdad es que cuando él tiene hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos; pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas y aun los granos de la granada.”
De esta planta existen durante los siglos X al XIII numerosas citas que mencionan unas interesantes aplicaciones prácticamente desconocidas pues no trascendieron hasta nuestros días. Tal es el caso de sus eficaces propiedades insecticidas, empleado para repeler insectos. Y es que poco se sabe de la presencia del alcaloide peletierina en sus raíces, de acción sobre el sistema nervioso similar al curare.
De los guindos (Prunus cerasus L.) proceden, como no podía ser de otra manera, las guindas, frutos similares a cerezas aunque con menos cantidad de azúcares y, por lo tanto, mucho más ácidas. Especie original del suroeste de Asia que sin embargo se ha naturalizado en diferentes localidades de la Península Ibérica. Tan sólo son citadas en una ocasión para expresar lo injusto que era el acto de azotar a Sancho, más aún siendo gobernador. Y así pide Sancho clemencia para evitar ser flagelado:
“...y habían de considerar estos lastimados señores que no solamente piden que se azote un escudero, sino un gobernador, como quien dice: «bebe con guindas.”
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Texto publicado en la revista "La cultura del árbol" 2.007
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